
El tratar de suplementar la justicia redentora de Cristo –aun en el caso de justicia procedente del Espíritu Santo- no hace sino echar por tierra la correspondencia entre Adán y Cristo establecida por Pablo en Romanos 5. Desposeería a Cristo de su plena gloria en la justificación de los pecadores.
Lo que Pablo quiere ahí hacer ver y transmitir es que la gracia de Cristo sobreabunda. Y sobreabunda porque los pecadores, en el punto de la fe que lleva a la salvación, reciben una certeza y una justificación que supera “en mucho” a la condenación primera.
El pecador recibe una gracia justificante que va mucho más allá del pecado de Adán –justificando al pecador de inmediato de forma definitiva, y no sólo en relación a su propio pecado en Adán, sino asimismo de las “muchas transgresiones” cometidas a título personal.
En eso consiste el evangelio de gracia que viene a exaltar en la forma debida la gloriosa suficiencia de la persona de Cristo y su obra salvadora. Y en eso consiste el núcleo central de la teología de la gracia en Pablo. Por lo que toda idea, o argumentación, a favor de una segunda o final justificación, basándose en el mérito de las propias obras de obediencia o fidelidad del pacto, no haría sino echar por tierra la verdadera obra de salvación. ¡Dios no lo permita!
La intención de Pablo, en su magna exposición doctrinal, es la de excluir toda posible agencia humana en la condenación de Adán o en la justificación de Cristo. El lenguaje al que recurre Pablo es tan rotundo y consecuente que, de no ser justamente ése el núcleo de su mensaje, habría que concluir que no hay mensaje alguno.
La línea argumentativa de Pablo hace inadmisible una doctrina de la justificación en dos fases. Es del todo imposible armonizarla con la enseñanza de Pablo al respecto. Y ello es así porque una justificación diferida hasta el día final es del todo innecesaria. La perfecta justicia de Cristo, en cuanto que causa sola final, y medio o base de justificación, ya ha sido imputada o acreditada a favor del creyente.
Y la cuestión es que no sólo es innecesaria, sino que, además, menosprecia la perfección definitiva de la obra de justicia redentora de Cristo: justicia llevada a cabo por medio de ese acto suyo de justa obediencia, y por su muerte propiciatoria en la cruz para anulación de la ira.
Pero, más allá de todo ello –y ese ello supone el todo, por lo que no es posible extralimitarse el énfasis- la doctrina de la justificación aplazada le desposee a Cristo de su gloria. Gloria que le pertenece, por cuanto Él, en virtud de su sola gracia, y por medio de su sangre y sola obediencia, justifica, de inmediato y de forma definitiva, a todo creyente pecador arrepentido.
Ése es el genuino evangelio de gracia que de Dios procede. ¡A Cristo sólo sea la gloria!
Extracto de ‘¿Justo yo? La glorificación de Cristo en la justificación del pecador’ por Steve Fernández (1948-2013).