
Un pacto divino es una administración soberana de gracia y promesa.
La idea clave o constitutiva de pacto no nos la proporciona la noción de convenio, contrato o acuerdo, sino la de dispensación en sentido de disposición.
Sin embargo, el concepto central y básico se aplica a una variedad de situaciones, y el carácter preciso de la gracia otorgada y la promesa dada difiere según sea la administración pactual de que se trate. La diferenciación no hay que buscarla en una desviación de este concepto básico, ya que consiste, simplemente, en diferentes grados de riqueza y plenitud de la gracia otorgada y la promesa dada.
De manera preponderante en el uso de la Escritura, el pacto se refiere a una gracia y una promesa específicamente redentoras.
Los sucesivos pactos coinciden con las sucesivas épocas en el despliegue y consecución de la voluntad redentora de Dios. No sólo son contemporáneos sino correlativos a estas épocas; y no solo correlativos, sino también constituyentes, por sí mismos, de tales épocas; de manera que la revelación y consecución redentoras vienen a identificarse con la consecución y revelación del pacto.
Al apreciar este hecho llegaremos a darnos cuenta también de que los progresos de estas épocas en el despliegue de la revelación redentora son, al mismo tiempo, avances en la manifestación de las riquezas de la gracia del pacto.
Este enriquecimiento progresivo de la gracia que otorga el pacto no es, en modo alguno, una retracción o desviación del concepto constitutivo original, sino –como así debía esperarse- una expansión e intensificación del mismo.
De ahí, pues, que al llegar a la cima y cúspide de la administración pactual en la época del Nuevo Testamento, hallemos que la soberanía gracia y promesa alcanzan su más alto grado de dispensación; pues se trata de una gracia que se otorga y una promesa que se da con miras a la consecución de la meta más elevada para el hombre.
No es de extrañar, pues, que al nuevo pacto se le llame el pacto eterno. En su progreso a través de las edades, la revelación del pacto alcanza su consumación en el nuevo pacto; éste no es distinto, en principio y carácter, de los pactos que le precedieron y lo prepararon; sino que es, de por sí, la completa realización y encarnación de aquella gracia soberana que había sido el principio constitutivo de todos los otros pactos.
Y al recordar que el pacto es, no sólo otorgación de gracia y promesa juramentada, sino también relación con Dios en un plano que constituye la corona y la meta de todo el proceso de la fe –unión y comunión con Dios- descubrimos otra vez que el nuevo pacto sitúa tal comunión en el plano más alto posible. En el centro de la revelación pactual, y como coro incesante, encontramos la promesa cierta: “Yo seré vuestro Dios y vosotros seréis mi pueblo”. Y no difiere de los demás por el hecho de que el nuevo pacto inaugure esta peculiar intimidad. Se diferencia, simplemente, por el hecho de que en él se alcanza el más rico y maduro disfrute de la comunión resumida en aquella promesa.
También en este particular el nuevo es un pacto eterno: ya no admite más posibilidad de desarrollo o enriquecimiento. El mediador del nuevo pacto no es otro sino el Hijo mismo de Dios, el resplandor de la gloria del Padre y la expresa imagen de su sustancia, el heredero de todas las cosas.
Él es también el fiador del mismo; y por cuanto no puede haber más alto fiador o mediador que el Señor de gloria, y tampoco puede haber sacrificio más trascendente, en su eficacia y finalidad, que el sacrificio de Aquel que a través del Espíritu eterno se ofreció a sí mismo sin mancha a Dios, este pacto es insustituible.
La gracia y la verdad, la promesa y su cumplimiento, tienen en este pacto su pleroma, su plenitud, y es según la concepción del nuevo pacto que se dirá: “He aquí el tabernáculo de Dios con los hombres, y él morará con ellos; y ellos serán su pueblo, y Dios mismo estará con ellos como su Dios” (Apocalipsis 21:3).
John Murray (1898-1975)
