
En vano algunos, o por mejor decir, muchísimos, llevados de cierta compasión humana, se conmueven ante la consideración de las penas y de las torturas que sin interrupción y perpetuamente sufrirán los condenados, y creen que no han de ser eternas; no ciertamente porque intenten contradecir a las divinas Escrituras, sino tratando de suavizar por impulso propio las afirmaciones inflexibles e inclinándose a opiniones menos rigurosas, pues creen que han sido formuladas con el fin de atemorizar más bien que con el de decir la verdad. Pues Dios, dicen, no ha de olvidar su misericordia, y no pondrá, en su cólera, límite a su piedad. Ciertamente que en el salmo se lee esto pero, sin duda alguna se entiende de aquellos que son llamados vasos de misericordia: porque aun esos mismos son sacados de la miseria, no por sus méritos, sino por la misericordia de Dios. Por el contrario, si creen que esto se refiere a todos, aun con eso no es necesario que opinen que ha de tener fin la condenación de quienes se dijo: Y estos irán al suplicio eterno; para que de igual modo no se crea que ha de tener fin alguna vez también la felicidad de aquellos de quienes, por el contrario, se dijo: Mas los justos irán a la vida eterna.
Opinen, si les agrada, que las penas de los condenados han de ser mitigadas, hasta cierto punto, después de ciertos intervalos de tiempo; pues aun así puede entenderse que permanece sobre ellos la ira de Dios, esto es, la condenación misma (pues esto quiere decir ira de Dios, no perturbación del ánimo divino), de suerte que en su cólera, es a saber, permaneciendo en su ira, sin embargo, no pone límites a sus piedades; no dando fin al eterno suplicio, sino proporcionando o entremezclando entre los tormentos algún descanso. Porque no dice el salmo que pondrá término a su ira o después de ponerle fin, sino permaneciendo en su ira. Pues sólo conque allí hubiese la más pequeña pena que se puede imaginar: el perder el reino de Dios, el vivir desterrado de su ciudad, el estar privado de su vida, el carecer de la gran abundancia de dulzura que Dios tiene reservada para los que le temen, es tan inmensa pena, que, durando eternamente, no se puede comparar con ella ningún otro sufrimiento de los que conocemos, aunque fuesen durables por muchos siglos.
Aquella perpetua muerte de los condenados, esto es, el ser privados de la vida de Dios, permanecerá sin fin, y será común a todos, cualesquiera que sean las opiniones que los hombres imaginen según sus afectos humanos, ya acerca de la variedad de las penas, ya acerca del alivio o de la interrupción de los dolores; de la misma manera que será común la vida eterna de todos los santos y brillará armoniosamente, cualquiera que sea la diversidad de los premios.
Agustín de Hipona (354-430)
Enchiridion 112-113
