
I. Los cuerpos de los hombres después de la muerte vuelven al polvo y ven la corrupción, pero sus almas (que ni mueren ni duermen), teniendo una subsistencia inmortal, vuelven inmediatamente a Dios que las dio. Las almas de los justos, siendo entonces hechas perfectas en santidad, son recibidas en los más altos cielos en donde contemplan la faz de Dios en luz y gloria, esperando la completa redención de sus cuerpos. Las almas de los malvados son arrojadas al infierno, en donde permanecen atormentadas y envueltas en densas tinieblas, en espera del juicio del gran día. Fuera de estos dos lugares para las almas separadas de sus cuerpos, la Escritura no reconoce ningún otro.
II. Los que se encuentren vivos en el último día, no morirán sino que serán transformados, y todos los muertos serán resucitados con sus mismos cuerpos, y no con otros, aunque con diferentes cualidades, los cuales serán unidos otra vez a sus almas para siempre.
III. Los cuerpos de los injustos, por el poder de Cristo, resucitarán para deshonra; los cuerpos de los justos, por su Espíritu, para honra; serán hechos entonces semejantes al cuerpo glorioso de Cristo.
Confesión de fe de Westminster
Capítulo 32