
Es tiempo de devolverle a Dios el lugar que le corresponde, si no queremos ver a este mundo sumirse en la más terrible tragedia que haya conocido jamás. Y no me refiero solo a las secuelas del COVID-19 en el terreno de la sanidad, la economía, la educación, el trabajo o la política, sino también ─y sobre todo─ en el espiritual.
No es que le hayamos arrebatado a Dios su posición, porque eso es imposible de hacer[1]; pero el ser humano siempre ha estado intentando destronarlo y ocupar su puesto desde el principio[2], y seguirá haciéndolo hasta el final[3]. Naturalmente, con las terribles consecuencias que esto lleva aparejadas[4].
Pero se supone que los creyentes en Jesús somos “la iglesia del Dios viviente, columna y baluarte de la verdad” (1 Timoteo 3:15), y sin embargo nuestro testimonio de la verdad de Dios (porque no hay otra) resulta casi imperceptible en situaciones como la que estamos atravesando con el coronavirus. De puertas para afuera adoptamos el mismo lenguaje que los no creyentes: el enemigo a batir es un virus diminuto, aunque muy contagioso, que ─hay que reconocerlo─ está poniendo el mundo patas arriba y nos augura un largo periodo de miserias. Con todo, saldremos adelante: haciendo piña unos con otros; siendo buenos y responsables (¡como es característico del ser humano caído!); no riñendo, ni peleándonos ni acusándonos unos a otros (¡nuestra virtud más reconocida!), hasta que nuestros “expertos”, después de hurgar bien y experimentar con lo más íntimo y recóndito de nuestra naturaleza, que es el genoma humano, den con una vacuna que nos haga invulnerables al virus o, por lo menos, nos permita convivir con él como lo hacemos con la gripe. El remedio es, pues, de un pedigrí humano inmejorable.
¿Dónde está el testimonio de la verdad en todo esto? Y, lo que es peor, ¿se trata solo del modo de hablar de los cristianos con los de afuera? ¿No reflejará también nuestra manera de pensar y de creer? ¿Ha desaparecido Dios de nuestros esquemas de pensamiento a la hora de considerar el mundo y los asuntos de esta vida? ¿Hemos olvidado el propósito eterno de Dios en Cristo para la humanidad y la Creación entera?[5] Ni un pensamiento, ni una palabra acerca del plan de Dios para la Historia, ni del pecado del hombre, ni del arrepentimiento, ni de los juicios de Dios, ni del verdadero remedio que Él ha provisto para todos nuestros males en Jesús y su cruz. Como el mundo piensa y habla, así pensamos y hablamos nosotros.
Sin embargo, reivindicamos que la Biblia es nuestra regla de fe, de práctica y de conducta, y ella indica claramente cuál es la causa de todas estas calamidades que estamos padeciendo hoy en día[6], de dónde proceden y cuál es su verdadero tratamiento. ¡Y, desde luego, no se trata de una simple vacuna por muy efectiva que sea!
El coronavirus, como tantos otros toques de atención que está recibiendo actualmente la humanidad, proviene de Dios, el Juez justo[7], y su causa es nuestra impiedad o falta de reconocimiento, agradecimiento, amor y temor a quien nos creó[8].
La extrema rebeldía contra Dios que caracteriza a nuestros días, y nuestra falta de respeto por sus leyes, nos ha llevado a considerar malo lo que es bueno y bueno lo que es malo[9], de modo que somos como aquellos ninivitas a los que fue enviado el profeta Jonás, los cuales no sabían distinguir entre su mano derecha y su mano izquierda, hasta tal punto se habían extraviado de la verdad[10]. ¡Pero, héteme aquí que los habitantes de Nínive se arrepintieron una vez que Dios hubo doblegado con mano dura la rebeldía del profeta, que no quería anunciarles el juicio que se cernía sobre ellos! ¡No tenga Dios que hacer lo mismo con nosotros!
La inmoralidad, la corrupción y la maldad pura y dura que trae consigo el no dar a Dios el lugar que le corresponde o el “ningunearlo”, como se dice ahora, son ya de por sí un juicio divino, y es Dios quien lo aplica[11]. Y el remedio para nuestras aflicciones está en “la santificación por el Espíritu y la fe en la verdad”[12] o, lo que es lo mismo, en “el arrepentimiento para con Dios y la fe en nuestro Señor Jesucristo”[13]. ¡No hay otra! No hay más camino, ni una verdad diferente, ni verdadera vida… aparte de Jesús[14]. La alternativa es la destrucción y la perdición eterna. El querer salvar la propia vida o al mundo por otros medios está, en última instancia, condenado al fracaso[15].
Sin que pretendamos saber en qué estadio del cumplimiento del plan de Dios para este mundo nos encontramos, ni poner cara y ojos a algunos de los personajes que aparecen en el libro del Apocalipsis, sí que podemos reconocer que el propósito eterno de Dios, consumado por Cristo[16], sigue adelante y que el fin se aproxima (aunque solo sea por el paso del tiempo[17]). A menos, claro está, que tengamos una idea de la Historia como una serie interminable de ciclos que se repiten, como les sucede a algunas religiones o filosofías. Pero, según la Biblia, todo tuvo un principio y tendrá un final: Dios[18]. Dentro de ese marco interpretativo nos movemos los cristianos, sin que podamos sustraernos a ver ese final como algo a la vez terrible y glorioso: el Juicio y el reino de Dios.
Entretanto, creemos que todo lo que sucede forma parte del plan de Dios, y que es Él quien mueve los hilos de la Historia para cumplir su propósito eterno en Cristo Jesús. A Dios nadie puede quitarle su trono, y los que pretenden hacerlo acabarán sufriendo las consecuencias. Por eso el tono final del Apocalipsis es el de una gran batalla entre el Cordero (Jesús) y la humanidad sublevada, que intenta en vano despojarle de su gloria y usurpar su trono[19]. Es tiempo de tener en cuenta a Dios, es tiempo de pensar en Él, es tiempo de clamar a Él arrepentidos, es tiempo de Dios[20].
[1] Salmo 2:4
[2] Génesis 3:5
[3] 2 Tesalonicenses 2:1-12
[4] Apocalipsis 17:14
[5] Romanos 8:20-25
[6] Isaías 26:11
[7] Salmo 19:9
[8] Romanos 1:18-32
[9] Isaías 5:20
[10] Jonás 4:11
[11] Romanos 1:24, 26
[12] 2 Tesalonicenses 2:13
[13] Hechos 20:21
[14] Juan 14:6
[15] Mateo 16:25
[16] Juan 19:30; Apocalipsis 21:5.6; Colosenses 1:19-22
[17] Romanos 13:11
[18] Génesis 1:1; Juan 1:1;; Apocalipsis 1:8, 11
[19] Apocalipsis 17:14
[20] Isaías 55:6-7