
Mis ovejas oyen mi voz, y yo las conozco, y me siguen, y yo les doy vida eterna; y no perecerán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano (Juan 10:27-28).
Te doy gracias Padre, por esta relación que me has permitido tener con tu Hijo Jesucristo, como la de una oveja con su pastor ¡Qué buen pastor (Jn. 10:11) para tan mala oveja!
Tiendo a desviarme, a entretenerme en este boscoso y confuso mundo, y siempre, como en la primera vez, vuelvo a escuchar su voz, y yo levanto mi cabeza y puedo saber que es él que me llama; siempre es él quien toma la iniciativa. Me hace volver al camino, tomar la buena dirección y sentirme seguro.
Tal es la seguridad que tengo con él, que esta insegura vida que tengo aquí se va transformando en la vida eterna y gloriosa que me ha prometido. Su voz me guía a un redil glorioso allá en los cielos.
Sé que soy una pobre oveja indefensa por mí misma y aunque en ocasiones puedo enseñar los dientes, no puedo hacer nada contra los enemigos de mi alma, de mi fe y mi ánimo. Pero le tengo a él y eso me hace estar seguro. No hay nadie más fuerte que él, incluso tengo la certeza que ya ha vencido a todos mis enemigos (Rom. 8:38-39).
Gracias Padre por ponerme como oveja en las manos de tan buen pastor.