
BIENAVENTURADOS LOS MANSOS, PORQUE ELLOS RECIBIRÁN LA TIERRA POR HEREDAD (MATEO 5:5)
¿Bienaventurados los pobres en espíritu? ¿Bienaventurados los que lloran? ¿Bienaventurados los mansos? ¿Quién puede entender una lista así?
Este mundo nos predica su falso evangelio día tras día evangelizándonos con el mensaje satánico de que para ser feliz, hay que tener una autoestima alta e imponerse. A través de casi todos los anuncios en Internet y los pósteres en los centros comerciales, Satanás levanta su voz con megáfono en mano gritando a los moradores de la tierra: “¡Bienaventurados los que se sienten orgullosos de sí mismos! ¡Felices los narcisistas!” Y nuestro corazón traidor responde con un “amén” bien fuerte.
¿Os acordáis del Edén?
“Eva, hija mía, no te sometas a la voz de ese ogro que llamas ‘Dios’. Él no quiere verte feliz. Impón tu voluntad. Come de la fruta. Sé libre. Sé una diosa. Sé la mujer que quieras ser, en la que hayas soñado convertirte. Piensa en ti misma. No hagas caso a ese monstruo divino”.
La mansedumbre (tercera bienaventuranza) no razona como Satanás porque nace de pobreza de espíritu (primera bienaventuranza). ¿Quién es el manso? El que ha visto su estado deplorable. El que entiende que no es una buena persona. El que entiende que no merece nada sino condenación eterna. Consiguientemente, el manso llora (segunda bienaventuranza). Tal persona ya no necesita ser el centro de atención. No tiene ganas de imponer su voluntad. No quiere ser el Dios de la iglesia.
¿Cuál es la diferencia entre la pobreza de espíritu y la mansedumbre? Contesta William Hendriksen escribiendo: “La primera designación describe al hombre más como es en sí mismo, esto es, quebrantado de corazón; la segunda describe al hombre más definidamente en su relación con Dios y con los hombres”.
La mansedumbre se ve reflejada, pues, en nuestra relación con Dios y con los demás. En cuanto a nuestra relación con Dios, se revela en nuestra sumisión a su voz. Equivale a oponerse a las mentiras satánicas. No hay confundir la humildad con la debilidad. Bien dijo Martyn Lloyd-Jones: “El manso es alguien que quizá crea tanto en defender la verdad que esté dispuesto a morir por ello. Los mártires fueron mansos, pero no débiles”. O para citar de nuevo a Hendriksen: “La mansedumbre no consiste en tener una columna vertebral de goma, la característica de la persona que está dispuesta a doblarse ante toda brisa”. Cristo era manso; sin embargo, no era un osito de peluche.
Con respecto a nuestra relación con los demás, si somos mansos no sentiremos esas ganas de enseñorearnos del otro. Este deseo de control es propio del hombre (y la mujer) natural. No nos preocuparemos por siempre ocupar el primer puesto. Estaremos felices si pasamos desapercibidos. No nos llamará la atención la gloria de los hombres. Y al ser mansos, nos dará gusto servir a los demás. Si tenemos dinero en casa, no estaremos preguntándonos: “¿Qué haré, porque no tengo dónde guardar mis frutos? Esto haré: derribaré mis graneros, y los edificaré mayores, y allí guardaré todos mis frutos y mis bienes”. ¡No! Entenderemos que si el Señor nos ha prosperado, es para bendecir a su iglesia y a sus hijos.
Además, si somos mansos, no estaremos obsesionados con nuestros derechos. No estaremos siempre a la defensiva, llenos de autocompasión, la cual es un fruto podrido del árbol del orgullo. John Bunyan, el puritano, decía: “El que está en el suelo no debe temer caer”. Da igual si nos pisotean y nos llaman de todo. ¿Acaso no es justo lo que merecemos? Nuestros enemigos son muy compasivos con nosotros porque no llegan a expresar ni la décima parte de lo malo que somos. “El verdaderamente manso es el que vive sorprendido de que Dios y los hombres puedan pensar tan bien de él, y lo traten tan bien como lo tratan” (Lloyd-Jones).
Si crucificaron a la Pureza encarnada y Él no levantó ni una sola palabra de queja, ¿cómo murmuraremos nosotros si hemos de sufrir injustamente? Que la contemplación de la cruz, pues, sea nuestro camino hacia la mansedumbre.
Ahora bien, el texto da una promesa a los mansos: “recibirán la tierra por heredad”. Es una cita del Salmo 37:11 que revela que los conquistadores son los humildes (y no los agresivos). ¡Qué extraño! Según David Burt: “La heredad de Dios no es para los arrogantes ni para los que utilizan armas mundanas para conseguir riquezas, poder y posición. Es para los que confían humildemente en Dios”.
Esta promesa de los Salmos (y de Cristo) es escatológica, es decir, se cumplirá plenamente en el futuro. En este sentido, sirve como un sinónimo de los restantes siete galardones nombrados en la lista de las bienaventuranzas: entrar en el reino de Dios (Mateo 5:3, 10), recibir consolación (v. 4), ser saciados (v. 6), alcanzar misericordia (v. 7), ver a Dios (v. 8), ser llamados hijos de Dios (v. 9). Las Escrituras más importantes que hablan sobre la nueva tierra se hallan en Isaías 65:17-25; 66:22-23; 2 Pedro 3:13; y Apocalipsis 21:1-4.
Como cristianos, es importante recordar que no seremos espíritus fantasmales por los siglos de los siglos, sino que recibiremos cuerpos glorificados para experimentar la gloria de la edad venidera en una tierra renovada y liberada de la maldición del pecado. En términos de Anthony Hoekma: “La Biblia nos asegura que Dios creará una nueva tierra en la cual viviremos para la gloria de Dios, con cuerpos resucitados y glorificados. Es en esa nueva tierra, entonces, donde esperamos pasar la eternidad, disfrutando de sus bellezas, explorando sus recursos y usando sus tesoros para la gloria de Dios”.
Pero, ¿no dice la Biblia que iremos al cielo? ¿Cómo podemos heredar la tierra si se supone que nuestro destino es la gloria de Dios? Hoekma nos da la respuesta: “Si tenemos en cuenta que Dios hará de la nueva tierra su morada y que donde Dios mora, allí está el cielo, seguiremos estando en el cielo a la vez que estamos en la nueva tierra. Porque el cielo y la tierra ya no estarán separados, como lo están ahora, sino que serán uno”.
Escrito está: “Y yo Juan vi la santa ciudad, la nueva Jerusalén, descender del cielo, de Dios, dispuesta como una esposa ataviada para su marido. Y oí una gran voz del cielo que decía: He aquí el tabernáculo de Dios con los hombres, y él morará con ellos; y ellos serán su pueblo, y Dios mismo estará con ellos como su Dios” (Apocalipsis 21:2-3). En el día final, la tierra y el cielo se besarán para vivir juntos en santo matrimonio.
Y ya que esta esperanza es para el pueblo manso de Cristo, ha de transformar radicalmente nuestra forma de vivir en el presente. Si de verdad entendemos que todo es nuestro (1 Corintios 3:21-22), estaremos contentos con nuestra suerte en esta vida. No seremos dados a quejarnos.
La persona no mansa, sin embargo, murmura por todo. Cuando es joven, se queja de sus padres. Cuando es soltero, se queja de su soltería. Cuando se casa, se queja de su cónyuge. Cuando engendra a hijos, se queja de ellos. Cuando sus hijos se casan, se queja de sus yernos. Cuando sale a trabajar, se queja de su jefe y de los clientes. Cuando está en casa, se queja de los vecinos. Si asiste a la iglesia, se queja de los hermanos. No vive de fe en fe sino de queja en queja. No puede hablar bien de nadie. Tal persona solamente está contenta si se está quejando de algo. Es un amargado de la vida porque lo que hay en el fondo de su corazón es orgullo y el deseo de imponer su voluntad por doquier. No es pobre en espíritu (v. 3). No llora por sus pecados (v. 4). Consiguientemente, no entrará en el reino de los cielos, no recibirá consolación y no recibirá la tierra por heredad.
Si todo es nuestro en Cristo, tenemos que aprender a dar las gracias a Dios incluso si todo lo que hay en la cocina es una barra de pan y una botella de agua. ¡Basta ya de avaricia y codicia! ¡No creamos las mentiras seductoras de nuestra sociedad materialista y ociosa! La provisión de nuestro Dios siempre será más que suficiente. Si buscamos primeramente la voluntad del Señor, tenemos su promesa de que habrá comida en nuestra mesa y ropa en nuestro cuerpo (Mateo 6:31). Es un asunto de fe. El manso cree las promesas de Cristo. Se somete a la palabra de su Señor.
Hoy, pues, demos las gracias a Dios por estas preciosas promesas. ¡Todo es nuestro! ¡Hemos de heredar la tierra! Si el mundo actual -bajo los efectos de la caída- es tan increíblemente hermoso, ¿cómo habrá de ser la nueva tierra? Y más impactante todavía: ¿cómo será ver a nuestro Salvador cara a cara sin estar conscientes del pecado? ¡Oh, bendita esperanza! ¡Gloria a Dios por la promesa de la nueva tierra! ¡Y gloria a Dios por la promesa de Jesucristo, la tierra que fluye leche y miel!
¡Bienaventurados los mansos, porque ellos recibirán la tierra por heredad! (Mateo 5:6).
Pastor Will Graham – Almería
Gloria a Dios!
Precioso mensaje de la Palabra del Señor.
gracias por compartir hermano Will, el Señor lo bendiga!